"Primero, domine los fundamentos" —Larry Bird
La meditación es un concepto que durante los últimos años ha despertado un enorme interés.
Cada vez abundan más los estudios científicos llevados a cabo con modernísima tecnología, que prueban los beneficios de dicha práctica. Hoy nadamos en información sobre el tema. El New York Times, por ejemplo, envía cada semana, a quien se suscriba, un correo con artículos sobre bienestar, y en este, además de información sobre nutrición, ejercicio, relaciones, siempre va incluido algo sobre meditación. El prestigioso medio incluso tiene una colección sobre cómo meditar en la vida real: meditar mientras estamos en el dentista, meditar mientras comemos chocolate, meditar mientras preparamos el café... Precisamente esta serie de artículos sobre cómo meditar en cualquier lugar, me recordó la gran cantidad de tiempo y esfuerzo que nos podemos ahorrar si, en lugar de información incompleta y superficial, nos enfocamos en aprender los principios fundamentales de algún dominio. Si queremos de veras aprender sobre un tema, resulta mucho más eficaz leer un par de libros (quizá tres) de expertos en el asunto. Es mucho más probable que de esta manera, hallemos los principios básicos que rigen ese campo. Si entendemos bien en qué consiste meditar, sus principios fundamentales, podremos hacerlo en cualquier lugar sin tener que leer un artículo específico para cada sitio. John T. Reed, autor del libro Succeeding (Triunfando), ofrece claro consejo sobre este asunto: Cuando empiezas a estudiar una especialidad, parece que tienes que memorizar un montón de cosas. No es así. Lo que necesitas es identificar los principios básicos —generalmente de tres a doce— que gobiernan el campo. Así, el millón de cosas que pensaste que tenías que memorizar, resulta que son simplemente diversas combinaciones de los principios básicos.
Cuanto más conoces los fundamentos, menos información necesitas.
Si hubiera entendido esto mucho antes me hubiera ahorrado un montón de tiempo y dinero. Hace algunos años empecé a leer con fervor sobre nutrición y ejercicio. Cada mes compraba cuanta revista encontraba sobre aquello. En cada edición encontraba una dieta (milagro) diferente, un nuevo producto (milagro) diferente, un plan de entrenamiento (milagro) diferente. «Entrena como el campeón del mundo», «entrena como el que quedó después del campeón del mundo», «entrena como el que los expertos opinan va a ser el próximo campeón del mundo», y así sucesivamente. Toda esa cháchara irrelevante me la hubiera ahorrado si desde el principio hubiera comprado un par de buenos libros. Habría aprendido los principios fundamentales, y hubiera estado en capacidad de diseñar mis propias rutinas de ejercicio y mi plan de alimentación. Qué es lo que por fortuna puedo hacer hoy. Albert Einstein entendió el valor de los fundamentos desde muy joven: Muy pronto aprendí a reconocer aquello que era capaz de llevarme a los fundamentos, y dejar a un lado todo lo demás, a ignorar la gran cantidad de cosas que no hacen sino confundir la mente.
Hoy en día abunda la información, pero no por ello entendemos mejor.
En internet y en las redes sociales, circula una enorme cantidad de datos superficiales que no son suficientes para conocer algo en profundidad, pero que producen en nosotros la ilusión del conocimiento. Este es el caso de los artículos en forma de lista (listicles, en inglés) que proliferan en la red: “10 cosas que te harán más exitoso”, “Tres claves para relaciones más apasionadas”, “Cuatro secretos para causar una gran primera impresión”. Estos, de ninguna manera, te van ayudar a resolver los problemas más apremiantes de tu vida: 30 segundos de lectura no bastan para transformarnos. Este tipo de contenido lo único que hace es atiborrar nuestra mente con información irrelevante, que no nos va a permitir tomar buenas decisiones. Y la calidad de nuestra vida depende en gran parte de la calidad de las decisiones que tomamos.
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"Ningún argumento racional, tendrá un efecto racional, sobre un hombre que no quiere adoptar una actitud racional" —Karl Popper
La división del trabajo fue un fenómeno que surgió en todo el mundo a través de todas las culturas.
Cuando algo ocurre de esta manera existe una gran probabilidad de que su origen sea biológico. Es decir, que la selección natural ha favorecido a los genes que fomentan el trabajo especializado. Quizá la primera y más básica división del trabajo ocurrió entre hombre y mujer. Esto escribe el influyente escritor científico Matt Ridley en su libro El optimista racional: Hay una clara explicación económica para la división sexual del trabajo entre las comunidades cazadoras y recolectoras. En términos de nutrición, las mujeres generalmente recogían hidratos de carbono, mientras que los hombres contribuían con valiosas proteínas. Combine las dos (las calorías predecibles de las mujeres y las proteínas ocasionales de los hombres) y obtiene lo mejor de ambos mundos. Por un poco de esfuerzo extra las mujeres consiguen comer una buena proteína sin tener que cazarla; los hombres ahora saben dónde van a obtener la próxima comida si la caza falla y no matan al ciervo. Este hecho facilita que los hombres pasen más tiempo persiguiendo ciervos y, por lo tanto, es más probable que puedan cazar uno. Todo el mundo gana, el intercambio produce beneficios. Es como si la especie tuviera ahora dos cerebros y dos almacenamientos de conocimiento en lugar de uno: un cerebro que aprende sobre la caza y un cerebro que aprende sobre de la recolección.
La división del trabajo generó (y sigue generando) gran prosperidad a nuestra especie. Gracias a la especialización, una persona no precisa saber producir todos los bienes necesarios para sobrevivir. Basta con que produzca uno y luego, debido al intercambio, puede procurarse los demás.
La división del trabajo es entonces una forma de distribuir el conocimiento: unos saben hacer esto, otros aquellos, y toda la especie humana se beneficia cuando los bienes son transados. En algún momento, la inteligencia humana se volvió colectiva y acumulativa de una manera que no sucedió a ningún otro animal. Continúa M. Ridley.
Por esta razón, no necesito saber como construir un ventilador, o un refrigerador o un coche para poder operarlos y beneficiarme de ellos.
Sin embargo, esta dependencia del conocimiento de los demás nos causa grandes problemas en otros ámbitos, como por ejemplo el político. Puede ocurrir (y con frecuencia ocurre. ¿Recuerdas al Presidente Trump?) que escuchamos una opinión sin fundamento alguno de algún “experto” en la televisión o en la radio, y si esa opinión (aunque equivocada) es presentada de forma convincente, la adoptamos. Luego vamos y contamos esa “verdad”, que acabamos de conocer, a dos familiares que confían en nuestras opiniones, y ya somos tres los creyentes. La cosa se complica aún más si tenemos en cuenta que el sesgo de confirmación (la tendencia a favorecer la información que confirma nuestras creencias previas y a descartar la que las contradice) dificulta que cambiemos de opinión. Son muchas las investigaciones que han encontrado que las personas, aunque se les presente evidencia que demuestra que su opinión está equivocada, se niegan a cambiarla. Juzgan dicha información como poco confiable. Algunos científicos cognitivos como los profesores Philip Fernbach y Steven Sloman, autores del libro The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone (La ilusión del conocimiento: porque nunca pensamos solos), creen que la razón humana surgió, no para permitirnos resolver problemas abstractos, lógicos o incluso para ayudarnos a extraer conclusiones de datos desconocidos; sino que se desarrolló para resolver los problemas surgidos a raíz de la convivencia dentro de grupos de individuos que colaboran entre sí: “La razón es una adaptación al nicho hipersocial en que los humanos han evolucionado”. Entonces, la cosa ocurre más o meno así. Escuchamos una opinión superficial de un “experto”, y debido a que nuestra mente es propensa a confiar en el conocimiento ajeno, adoptamos esa idea. A continuación contamos esa errada novedad a otros que confían en nosotros, y ya somos más los despistados. Después, por el sesgo de confirmación, esa "sabiduría" es difícil de cambiar. Por regla general, las sentimientos vehementes sobre diversos asuntos no surgen de una comprensión profunda… Así es como el conocimiento comunitario puede llegar a ser peligroso, observan Sloman y Fernbach.
No obstante, otros estudios han encontrado que cuando se le pide a las personas que expliquen con detalle sus opiniones políticas, con todas sus posibles consecuencias e implicaciones, estas se dan cuenta de su falta de conocimiento, mostrándose entonces más dispuestos a adoptar una nueva opinión.
Así es como Charlie Munger, la mano derecha de Warren Buffett, y un hombre conocido por su extraordinaria racionalidad, evita caer en errores de razonamiento. Munger no se permite sostener una opinión hasta que es capaz de argumentar en contra de la misma mejor que cualquier otra persona. Esto, por supuesto, lo obliga a conocer en profundidad el tema sobre el cual va a juzgar. Todos deberíamos cultivar un sano escepticismo con respecto a nuestras opiniones. No existen motivos para pensar que solo demás son vulnerables a estos fallos. Cada uno de nosotros lo somos. Y como dijo Michel de Montaigne: La mejor prueba de estupidez es el aferramiento obstinado y ardiente a la opinión de uno.
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"Cuando culpas y criticas a los demás, estás eludiendo algo de verdad sobre ti mismo"
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pablo a. arangoLector. Escritor. Coach. Emprendedor. Puedes apoyar a Las Notas del Aprendiz entrando a Amazon a través de este enlace
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Agosto 2022
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