"Ningún argumento racional, tendrá un efecto racional, sobre un hombre que no quiere adoptar una actitud racional" —Karl Popper
La división del trabajo fue un fenómeno que surgió en todo el mundo a través de todas las culturas.
Cuando algo ocurre de esta manera existe una gran probabilidad de que su origen sea biológico. Es decir, que la selección natural ha favorecido a los genes que fomentan el trabajo especializado. Quizá la primera y más básica división del trabajo ocurrió entre hombre y mujer. Esto escribe el influyente escritor científico Matt Ridley en su libro El optimista racional: Hay una clara explicación económica para la división sexual del trabajo entre las comunidades cazadoras y recolectoras. En términos de nutrición, las mujeres generalmente recogían hidratos de carbono, mientras que los hombres contribuían con valiosas proteínas. Combine las dos (las calorías predecibles de las mujeres y las proteínas ocasionales de los hombres) y obtiene lo mejor de ambos mundos. Por un poco de esfuerzo extra las mujeres consiguen comer una buena proteína sin tener que cazarla; los hombres ahora saben dónde van a obtener la próxima comida si la caza falla y no matan al ciervo. Este hecho facilita que los hombres pasen más tiempo persiguiendo ciervos y, por lo tanto, es más probable que puedan cazar uno. Todo el mundo gana, el intercambio produce beneficios. Es como si la especie tuviera ahora dos cerebros y dos almacenamientos de conocimiento en lugar de uno: un cerebro que aprende sobre la caza y un cerebro que aprende sobre de la recolección.
La división del trabajo generó (y sigue generando) gran prosperidad a nuestra especie. Gracias a la especialización, una persona no precisa saber producir todos los bienes necesarios para sobrevivir. Basta con que produzca uno y luego, debido al intercambio, puede procurarse los demás.
La división del trabajo es entonces una forma de distribuir el conocimiento: unos saben hacer esto, otros aquellos, y toda la especie humana se beneficia cuando los bienes son transados. En algún momento, la inteligencia humana se volvió colectiva y acumulativa de una manera que no sucedió a ningún otro animal. Continúa M. Ridley.
Por esta razón, no necesito saber como construir un ventilador, o un refrigerador o un coche para poder operarlos y beneficiarme de ellos.
Sin embargo, esta dependencia del conocimiento de los demás nos causa grandes problemas en otros ámbitos, como por ejemplo el político. Puede ocurrir (y con frecuencia ocurre. ¿Recuerdas al Presidente Trump?) que escuchamos una opinión sin fundamento alguno de algún “experto” en la televisión o en la radio, y si esa opinión (aunque equivocada) es presentada de forma convincente, la adoptamos. Luego vamos y contamos esa “verdad”, que acabamos de conocer, a dos familiares que confían en nuestras opiniones, y ya somos tres los creyentes. La cosa se complica aún más si tenemos en cuenta que el sesgo de confirmación (la tendencia a favorecer la información que confirma nuestras creencias previas y a descartar la que las contradice) dificulta que cambiemos de opinión. Son muchas las investigaciones que han encontrado que las personas, aunque se les presente evidencia que demuestra que su opinión está equivocada, se niegan a cambiarla. Juzgan dicha información como poco confiable. Algunos científicos cognitivos como los profesores Philip Fernbach y Steven Sloman, autores del libro The Knowledge Illusion: Why We Never Think Alone (La ilusión del conocimiento: porque nunca pensamos solos), creen que la razón humana surgió, no para permitirnos resolver problemas abstractos, lógicos o incluso para ayudarnos a extraer conclusiones de datos desconocidos; sino que se desarrolló para resolver los problemas surgidos a raíz de la convivencia dentro de grupos de individuos que colaboran entre sí: “La razón es una adaptación al nicho hipersocial en que los humanos han evolucionado”. Entonces, la cosa ocurre más o meno así. Escuchamos una opinión superficial de un “experto”, y debido a que nuestra mente es propensa a confiar en el conocimiento ajeno, adoptamos esa idea. A continuación contamos esa errada novedad a otros que confían en nosotros, y ya somos más los despistados. Después, por el sesgo de confirmación, esa "sabiduría" es difícil de cambiar. Por regla general, las sentimientos vehementes sobre diversos asuntos no surgen de una comprensión profunda… Así es como el conocimiento comunitario puede llegar a ser peligroso, observan Sloman y Fernbach.
No obstante, otros estudios han encontrado que cuando se le pide a las personas que expliquen con detalle sus opiniones políticas, con todas sus posibles consecuencias e implicaciones, estas se dan cuenta de su falta de conocimiento, mostrándose entonces más dispuestos a adoptar una nueva opinión.
Así es como Charlie Munger, la mano derecha de Warren Buffett, y un hombre conocido por su extraordinaria racionalidad, evita caer en errores de razonamiento. Munger no se permite sostener una opinión hasta que es capaz de argumentar en contra de la misma mejor que cualquier otra persona. Esto, por supuesto, lo obliga a conocer en profundidad el tema sobre el cual va a juzgar. Todos deberíamos cultivar un sano escepticismo con respecto a nuestras opiniones. No existen motivos para pensar que solo demás son vulnerables a estos fallos. Cada uno de nosotros lo somos. Y como dijo Michel de Montaigne: La mejor prueba de estupidez es el aferramiento obstinado y ardiente a la opinión de uno.
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pablo a. arangoLector. Escritor. Coach. Emprendedor. Puedes apoyar a Las Notas del Aprendiz entrando a Amazon a través de este enlace
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