«Creo que es mucho más interesante vivir sin saber, que tener respuestas que podrían estar equivocadas» —Richard P. Feynman
Una de las prácticas más liberadoras que he adoptado en los últimos tiempos es reconocer, sin sentirme abochornado, que no se que hacer en algunas situaciones.
No se porque, hasta hace muy poco, pensaba que uno siempre debería saber que camino tomar en cada situación que te pone enfrente la vida. Y, claro, cuando no era así, cuando me encontraba lleno de dudas, imaginaba que algo malo pasaba conmigo. No me parecía muy correcto que a mi edad, en (¡se supone!) plena madurez, uno no tenga la respuesta indicada para todo. Para empeorar el asunto, como no saber que hacer me parecía inaceptable, me apresuraba a escoger el curso de acción en apariencia más razonable. Y, como todos sabemos, las prisas no son siempre buenas consejeras. Algunas veces el camino elegido al vuelo resultaba no ser el adecuado y, dada la resistencia que tenemos los seres humanos a admitir nuestras equivocaciones, me empeñaba en continuar por la senda del extravío. Agravando así el error inicial. Admitir que en determinadas ocasiones no sabemos que hacer, nos brinda un espacio muy necesario para la reflexión. La vida es (muy) compleja, y resulta difícil tener una respuesta inmediata para cada nueva situación a la que nos enfrentamos. Nuestra arrogancia y estupidez es lo que nos lleva a creer que tenemos respuesta para todo. Por el otro lado, los listos, aquellos de verdad espabilados, reconocen que no es posible siempre saber cual es el camino correcto a elegir. El filósofo estoico Séneca, uno de los mejores hombres que han pisado esta hermosa tierra, era muy consciente de nuestra poca fiabilidad. Por ello recomendó que nos guiemos por aquello que parece verdadero, lo que parece más verosímil: Nunca podemos esperar a tener una comprensión absolutamente cierta de toda la situación para actuar. Vamos sólo por el camino por el que nos conduce la verosimilitud. Toda «acción» ha de ir por este camino: es así como sembramos, como navegamos, como hacemos la guerra, como nos casamos, como tenemos hijos. En todo esto, el resultado es incierto, pero nos decidimos, no obstante, a emprender la acciones sobre las cuales, según creemos, podemos fundar alguna esperanza... Vamos allí donde nos llevan las buenas razones, y no la verdad segura.
En la filosofía estoica el sabio era una figura idealizada, algo así como el hombre que ha alcanzado la perfección. Cosa que solo unos pocos (si es que alguno) podían alcanzar.
Para los estoicos, únicamente el sabio sabía en todo momento cual era la mejor decisión. El resto de los mortales tendríamos que recurrir a lo mejor que pudiera hacer nuestro entendimiento, y contar con que las equivocaciones se van a presentar. Así lo expresaba Pierre Hadot en su libro sobre Marco Aurelio, La ciudadela interior: A menudo, nos imaginamos el estoicismo como una filosofía de la certeza y de la seguridad intelectual. Sin embargo, los estoicos sólo otorgan al sabio —es decir, a un ser extremadamente excepcional que, para ellos, era más un ideal inaccesible que una realidad concreta— la imposibilidad de equivocarse y la absoluta seguridad en sus asentimientos. El común de los mortales, entre ellos los filósofos (quienes no se consideran a sí mismo sabios), debe orientarse penosamente en la incertidumbre de la vida cotidiana, realizando elecciones que parecen justificadas de forma razonable, es decir, verosímil.
Ahora bien, ante la certeza del error, si sabemos que en algunas ocasiones la vamos a cagar, ¿como podemos liberarnos de la culpa y el remordimiento? ¿Como podemos conservar la conciencia tranquila ante un desacierto nuestro?
Es la intención con la que obramos la que da tranquilidad a nuestro espíritu. Si lo que queríamos era hacer el bien, así nos hayamos equivocado, podemos estar en paz. Entra de nuevo Pierre Hadot: Encontramos siempre el mismo principio fundamental: el único valor absoluto es la intención moral. Es lo único que depende enteramente de nosotros. No cuenta el resultado, que no depende de nosotros, sino del Destino; cuenta la intención que tenemos al intentar alcanzar este resultado.
Marco Aurelio, que además de pasar su tiempo filosofando, también solía ocuparse con las obligaciones propias de su cargo: Emperador del Imperio Romano; se recordaba asimismo que lo más importante no era el resultado, sino la intención de hacer el bien:
Debes velar por la salud de todos los hombres, servir a la comunidad humana. La naturaleza te ha asignado como principio que tu utilidad particular sea la utilidad común y, recíprocamente, que la utilidad común sea la utilidad particular... Debes recordar que existe entre los hombres una comunidad cuyo lazo lo ha formado la propia naturaleza.
Ser un poco (o mucho) más humildes y decir con tranquilidad, «no lo se», nos libera de la tiranía de tener que tener una respuesta correcta para cada nueva situación que enfrentamos. Además, nos brinda holgura para, con pausa, meditar acerca de lo que podemos hacer.
Y, según el poeta Charles Bukowski, la duda es síntoma de inteligencia: El problema con el mundo es que las personas inteligentes están llenas de dudas, mientras que los estúpidos están llenos de confianza.
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pablo a. arangoLector. Escritor. Coach. Emprendedor. Puedes apoyar a Las Notas del Aprendiz entrando a Amazon a través de este enlace
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Agosto 2022
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